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13 junio 2008

31 Mayo 2008 - 1:23am

Los invasores invadidos

Por: William Ospina

GERARDO RIVERA ME DIJO UNA VEZ, hace años, que la primera sensación que tuvo cuando visitó Grecia era la de haber llegado a Colombia.

Los pueblitos blancos junto al mar muy azul le parecieron los de la costa atlántica; la música de las tiendas se le parecía al canto de cabras de los Trovadores del Cuyo, que se oían en todas las cantinas de la cordillera de los Andes; la manera de hablar de los griegos, con sílabas marcadas y vocales abiertas, era como oír hablar castellano y no entenderlo; y hasta el Ouzo de anís que beben los griegos no era más que una versión helénica de nuestro “aguardiente de espumillas irisadas”, como lo llamó León de Greiff.

Aquella observación podía parecer una efusión patriótica, pero era algo más profundo. Lo comprendí un día, siendo inmigrante ilegal, en Francia, a comienzos de los años 80. Una amiga francesa muy querida, Marie Kayser, cuya principal pasión era viajar a Creta a la menor oportunidad, me dijo que una de las razones de su amor por Grecia era que se sentía volviendo a Nancy, donde había pasado su infancia. Oyéndola, recordé lo que me había dicho Gerardo y pensé que en esas afirmaciones había un misterio.

La mayor confirmación me llegó después, leyendo El coloso de Marusi, de Henry Miller. Allí encontré de pronto que lo que más le gustaba de Grecia al escritor norteamericano era su sensación de estar volviendo a California, donde vivió su juventud. “Ya veo —me dije—, no es que cada quien sienta en Grecia nostalgia de su tierra, es que todos en Occidente somos hijos de Grecia, y cuando llegamos por primera vez sentimos que estamos regresando”. Nuestras lenguas, nuestras religiones, nuestro orden mental han sido de tal manera modelados por los sueños y los pensamientos de la antigüedad griega, que no hay nadie de nuestra cultura que no sea parte de esa vieja nación.

Los latinoamericanos también somos hijos de España y de Francia, de Inglaterra y de Irlanda, de Italia y de Holanda. Somos hijos de Quevedo y de Cervantes, de Shakespeare y de Joyce, de Campanella y de Erasmo de Rotterdam. No sólo le debemos mucho a la cultura de esos países, sino que somos fruto de las andanzas de Europa por el mundo. Ya sabemos qué herencia apasionada y delirante de España somos todos, pero también cuánto hay en nosotros de la cultura de Roma y de Londres, de París y Berlín, cuántas cadenas de rosarios nos unen a las misiones de la iglesia; cuántos esfuerzos de pica y de pala nos unen a la labor de esos mineros ingleses que por estas tierras buscaron el oro, trazaron carreteras, tendieron ferrocarriles y cables aéreos; cuántas novelas y cuántos diarios nacieron del ejemplo de los liberales franceses; cuántos descubrimientos nacieron del ejemplo de los naturalistas alemanes, cuántas fortunas de esos empresarios que entraron por Barranquilla y que fundaron a comienzos del siglo XX nuestra industria y nuestra aviación comercial.

Por eso nos indigna tanto que Europa, que se paseó sin visa por el mundo creando cosas pero también beneficiándose de todo, del oro y de la quina, de la caoba cubana y de la plata mexicana, de las maderas amazónicas y de las ganaderías argentinas, del petróleo venezolano y del cobre chileno, haya decidido ahora convertir la inmigración irregular, la más antigua de las desdichas humanas, en un crimen, y que no se baste con someter a los inmigrantes al penoso y humillante trámite de las visas, sino que haya llegado al extremo de decidir que ni siquiera la deportación sea castigo suficiente sino que proponga una pena de prisión hasta por dieciocho meses para los inmigrantes ilegales, antes de ser deportados.

Eso dice el texto pactado por unanimidad por los 27 países de la Unión, que podría ser aprobado por el Parlamento Europeo y ratificado por los ministros de Justicia y del Interior el 5 y 6 de junio, en el que no se garantiza siquiera a los indocumentados el acceso a la asistencia legal gratuita, y que en nueve de esos países, incluidos Inglaterra, Suecia, Holanda, Dinamarca y Grecia, ni siquiera fija un plazo máximo a la detención.

La cárcel, ya se sabe, es la solución de los que no tienen soluciones, pero el mundo tendría derecho a esperar algo más generoso y más lúcido de la industriosa y pensativa Europa, que fue capaz de soñar la democracia y el ideal de la libertad, de divulgar la antigua declaración mosaica de los deberes del hombre y de universalizar la más reciente declaración de sus derechos. Europa a veces parece olvidar todo eso y se comporta como una inmisericorde satrapía.

Con una política tan infame como la de cárcel para los inmigrantes ilegales, Pedro el Apóstol no habría podido fundar su religión en Roma y el criado de Galland no habría podido completar en Francia las Mil y una noches. Recuerdo que Gabriel García Márquez, quien fue feliz e indocumentado por la calles parisinas, me dijo una vez que no había frase más odiosa que la de los gendarmes diciéndole: “Vos papiers!” cada vez que lo confundían con un marroquí por las calles del Barrio Latino. Así que Gabo no sólo no habría podido escribir El coronel no tiene quién le escriba en aquel hotel parisino, sino que habría sido huésped de las cárceles del país de la libertad. Yo, por mi parte, habría tenido que recibir las visitas de Marie Kayser en una prisión francesa, y muchos de nosotros no habríamos podido entrar en contacto clandestino con una cultura que desde entonces forma parte de nuestra sangre y de nuestras letras.

Claro que se requieren soluciones para el problema de la inmigración forzosa. Pero el problema no es sólo para quienes tienen que recibir a los inmigrantes: es en primer lugar para quienes tienen que abandonar su tierra, sus costumbres, su lengua, sus alimentos nativos, sus canciones, sus memorias, el hábito de unos paisajes y de unas costumbres, para ir a tributar su saber y su energía en la construcción de la prosperidad de otro país. Ello puede ser visto como un problema, pero es inhumano e hipócrita tratarlo como un crimen, sólo porque es el destino de los pobres. También los capitales sienten una desesperada necesidad de irse a prosperar bajo otros climas, y del trabajo de otras gentes, pero éstos sí tienen que ser tratados con la mayor hospitalidad por las legislaciones.

Hasta los pájaros vuelan al otro lado del mundo para huir del invierno. Hoy, cuando nos hablan tanto de la globalización, resulta una dura muestra de lo que es la condición humana ver cuán difícil es, para los que viven del fruto de antiguos y crueles atropellos, ser tolerantes aún con las más desvalidas transgresiones.


(muchas gracias a Aurora por tan interesante aportación, todo un hallazco el amigo Ospina, escritor innato y colombiano!!)

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