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11 julio 2009

INERCIAS DEL DESTINO


¿Resistiría esa cuerda desquebrajada el peso de mi cuerpo, el peso de mi cuello? Mientras andaba por los alrededores del muelle buscaba una nueva utilidad a los
objetos, hacerlos más...óptimos, como dijo mi antiguo jefe; si se le puede llamar antigüedad a algo que ha nacido hace un par de horas. “Deberías ser más óptimo” -dijo con convicción-. Inepto inculto. Me estaba despidiendo de manera educada.

El sol de agosto, sofocante, hacía que mi camisa se pegara a mí formando ambos un único ser. Notaba como mi ropa interior estaba empapada de sudor y mis zapatos se resistían a despegarse del suelo en cada paso que daba, querían quedarse mientras yo solo pensaba en partir para nunca volver. Nueva York, tierra maldita, destierro, distancia, olvido...oscuridad. Volví a respirar hondo, necesitaba aire y solo encontraba vapor. Podía verlo surgir del asfalto. Algo me apretaba en el pecho, un peso que no podía hacer desaparecer mediante suspiros; con cada uno de ellos sentía como si esa carga fuera a desvanecerse con el siguiente pero, en realidad, solo servían para publicar mi estado de ánimo. La intensa luz blanca iluminaba todos los rincones menos mi interior, donde solo reinaba sombra y pesar. La derrota pública de ser despedido por tus ideas, “demasiado vanguardistas”.

El trasbordador se acercaba mientras yo, con la mirada perdida, aguardaba mi turno para subir. Mis ojos eran increíblemente pesados, quizá por todas las lágrimas que habían escondido. Me impedían alzar la vista. Solo merecía ver el suelo. La campana advertía a los viajeros para que prepararan su embarque. Antes, los ocupantes del trasbordador procedente de Nueva Yersey debían bajar a tierra firme. En ese momento alcé la cabeza y sólo vi sus ojos, negros y profundos, en lo alto de la escalinata, con la mirada inconfundible del joven que visita por primera vez Nueva York, absorbiendo todo lo que había a su alrededor, perdiéndose en las alturas de los edificios mientras su imaginación parecía volar, era preciosa. Su vestido blanco reflejaba la luz del sol haciéndola aún mas brillante, sus innumerables pliegues la hacían parecer una perfecta flor, una orquídea polinizada por una hermosa joven. Me quité las gafas para emborronar una belleza que no merecía admirar y subí al barco.

Una vez en el interior, me senté mirando en la misma dirección hacia donde éste dirigiría su rumbo. Como siempre, quería ver como mi destino se acercaba antes de toparme con él. Fue entonces cuando los motores se encendieron y el trasbordador inició bruscamente su marcha empujando mi cuerpo y mi cabeza violentamente hacia delante, todavía miraba hacia Nueva York. Con una disimulada sonrisa me recosté en el asiento y caí en un tranquilo sueño…unos ojos negros…
Andrés Zaragoza Montejano

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